Autora: Carla Álvarez

Casi medio millón de personas han muerto debido al Covid-19, para la fecha de escribir este ensayo, muchas de ellas provenientes de grupos sociales marginales o empobrecidos. Estas pérdidas han sido el producto de la toma de decisiones rápidas y poco planificadas para enfrentar el vertiginoso avance de la enfermedad, en un contexto de limitados recursos económicos y numerosas presiones financieras. Sin embargo, no todo es atribuible a las decisiones inmediatas, gran parte de las vidas perdidas son responsabilidad de un sistema político y económico que tiene poder sobre la muerte, que decide quién muere y cómo. Se podría afirmar que, en muchos lugares del mundo, el poder, la política y la economía no han estado al servicio de la vida, sino que han sido útiles para administrar la muerte.

Los términos necropoder, necropolítica y necrocapitalismo permiten retratar esta dinámica. Los dos primeros fueron acuñados por el filósofo, político y académico, de origen camerunés, Achille Mbembé (2006). Ambos vocablos fueron creados como la antítesis de las nociones de biopolítica y biopoder formuladas por Michel Foucault[1]. De hecho, su invención fue el resultado de su trabajo de investigación en Palestina, Sudáfrica y Kosovo, donde constató que la política de la vida era un concepto incapaz de explicar las dinámicas sociales que ahí tenían lugar, por ser regiones que vivían un orden social de herencia colonial, de exclusión, de racismo, de excepcionalidad de la ley, de terror, de violencia y de muerte constante.

Como resultado de su investigación, Mbembé planteó que la necropolítica y el necropoder son dispositivos utilizados para mantener el control de la población, para lo cual permiten o facilitan la muerte de ciertos grupos sociales. Deciden quién va a morir y cómo (Mbembé 2006). El necropoder sigue las lógicas de la colonia: se aplica sobre el “Otro”, sobre el diferente, sobre el que se considera salvaje, desechable y reemplazable (Mbembé 2006), busca aniquilar las formas de vida que se asemejan a lo animal porque obedecen principalmente a las leyes de la naturaleza. Para justificarse, la política de la muerte ha recurrido a discursos racistas y clasistas, envueltos en un halo de racionalidad.

En tiempos de coronavirus, algunos gobiernos han utilizado discursos que responsabilizan de la crisis sanitaria y de la mortandad, de manera abierta o encubierta, a los “Otros”. En el caso de Estados Unidos y Brasil, la retórica política arremetió explícitamente contra la población china como la causante de la pandemia y del colapso consecuente, debido entre otras cosas, a sus costumbres alimenticias. En países como Ecuador o Colombia, la clase política aseguró que la mortandad se debe a la falta de disciplina de las clases populares que son incapaces de conservar el confinamiento obligatorio, desconociendo dos cosas importantes: primero, que la posibilidad de mantenerse aislado es un privilegio de clase, al que acceden solamente quienes tienen donde refugiarse sin morir de hambre; y segundo, que existe una responsabilidad directa de los gobiernos por su propia incapacidad para garantizar el distanciamiento y la vida misma de estos sectores. Estos discursos han buscado justificar el uso (o el intento de usar) la política de la muerte sobre aquellas zonas donde viven los salvajes, que a fin de cuentas son –parafraseando con un poco de ironía a Frantz Fanon- “gente de mala fama que nace en cualquier parte y de cualquiera manera, y mueren en cualquier parte y de cualquier manera” (Fanon 1968).

Ahora bien, la necropolítica y el necropoder no son dispositivos que operan solos. Actúan en connivencia con la versión más neoliberal del capitalismo, para la cual la acumulación de dinero es más importante que la vida humana, animal o vegetal. Banerjee (2008) lo denomina necrocapitalismo, en referencia a las formas contemporáneas de acumulación organizacional que implican el despojo y la subyugación de la vida al poder de la muerte. Este dispositivo de la muerte funciona sobre la lógica de que alguien vale más que otros y de que los que no tienen valor pueden ser descartados. Refleja la cosificación del ser humano y, muestran cómo los cuerpos se han convertido en una mercancía más, susceptible de ser desechada. Dentro de estas lógicas, las personas ya no se conciben como seres irreemplazables, inimitables y únicos, sino que son reducidas a un conjunto de fuerzas de producción fácilmente sustituibles. Entonces, la muerte de un obrero, de un trabajador o de un anciano, no es una tragedia, porque son piezas intercambiables. Este razonamiento estuvo vigente mucho tiempo antes del advenimiento de la pandemia.

Si bien es cierto que el virus ha obligado a todos los gobiernos del mundo a adoptar decisiones de emergencia sobre la vida y la muerte, en determinados Estados este mismo virus ha desnudado el ejercicio de una política de la muerte en tiempos pre-pandémicos, dejando al descubierto a quién se protege, a quién se expone a la muerte y en qué condiciones se deja morir.

En varios países de América Latina, como Brasil, Chile, Perú, Ecuador, el desmantelamiento de los sistemas sanitarios en el período previo a la pandemia se hace visible como una manifestación de la necropolítica, con lógicas necrocapitalistas. Una vez llegado el virus, estos dispositivos siguieron aplicándose, por ejemplo en Ecuador, país donde se decidió postergar la compra de insumos médicos necesarios en la atención de enfermos para privilegiar pagos de la deuda externa. En Brasil y en Estados Unidos, el uso de estos dispositivos está presente en la insistente negación de la gravedad del virus, y en la resistencia a declarar el aislamiento obligatorio en la población para mantener la economía vigente. La falta de urgencia por salvar vidas es comprensible si retomamos la idea de que para el necrocapitalismo es más importante la acumulación de riqueza, por tanto, el valor de uso y de cambio de los obreros, trabajadores y del personal de servicio es ínfimo, porque pueden ser fácilmente sustituídos. Entonces, más importante que mantener el aislamiento social, es sostener los niveles de producción y de acumulación del tiempo pre-pandémico.

Como resultado, el continente americano se ha convertido en el centro mundial de la pandemia. No obstante, en América Latina la seguridad y la vida de la población han estado amenazadas durante mucho tiempo por problemáticas relacionadas con la pobreza, la desigualdad, la violencia, las masacres, los asesinatos, los femicidios, y el comercio de bienes ilegales. Hoy por hoy, a todas estas amenazas se ha sumado el coronavirus, lo que ha incrementando de manera exponencial la vulnerabilidad de la vida. Frente a esta situación algunos gobiernos han optado abiertamente por regular y administrar la muerte.

En este lugar del planeta donde la biopolítica venía transformándose en necropolítica y en necrocapitalismo, la pandemia ha desnudado y acelerado este proceso, con lo cual muchos gobiernos han puesto sobre la mesa sus cartas y han visibilizado con menos pudor que nunca a quién se están dispuestos a proteger y a quien van a sacrificar.

[1] La biopolítica y el biopoder son nociones formuladas por Michel Foucault para referirse a la tecnologías de poder mediante las cuales se administra y controla la vida de la población como un colectivo biológico. Para ello clasifica a la población según sus características biológicas, lo cual es determinante para dejar vivir a unos y dejar morir a otros, que generalmente son grupos racializados y subordinados (Foucault 1997).

Bibliografía

Banerjee, S. B. (2008), “Necrocapitalism”. Organization Studies, 29(12), pp. 1541-1563. doi: 10.1177/0170840607096386

Fanon, Frantz. (1968), “Los Condenados de la Tierra”. Fondo de Cultura Económica. México D.F.

Foucault, Michel. (1997), “Ethics: Subjectivity and Truth” (Vol. I). Estados Unidos: The New Press New York.

Mbembe, Achille. (2006), “Necropolitique”. En: Traversées, diasporas, modernités, Raisons politiques, no 21, 2006, pp. 29-60. Presses de Sciences Po.