Autor: Jhon Angarita

“La cura que me estoy buscando es realidad” Frankie Ruiz

¡Pom! ¡Pom! ¡Pom! Golpearon a la puerta.  Los tres nos miramos.

               –¿Quién podrá ser? En cuarentena nadie debe estar en la calle –dije yo.

Era Patricia, la presidenta de la Junta de Acción Comunal.

               –Hola profe, ¿si sabe que los de la planada no tienen que comer? ­ –dijo ella:

               ­–Me lo imaginé, ¿qué podemos hacer?

               –Lo de siempre, vamos a hacer una brigada de apoyo, recogemos comida a los viejitos y les cocinamos… ayúdeme con el auto a llevarles algo allá abajo. No hay como ir…– dijo Patricia.

La solicitud me motivó, no tenía problema, pero mi esposa, al enterarse de la idea: puso el grito en el cielo:

               –¡Vos sos guevon! ¿No sabes que nos podemos infectar? ¿Y luego qué? Siempre le has ayudado a la comunidad, pero ahora, tenés que pensar en tu familia. –dijo ella.

 Pensaba en la canción… “ Que dilema tan grande se presenta en mi vida ella tiene razón …y yo también…”.

               –Alguna salida tenemos que buscar, yo no me puedo quedar quieto, sabiendo que hay gente afuera con hambre. –dije con vehemencia.

               –Siempre la ha habido, y antes no has hecho nada –dijo ella.

               –pero ahora es diferente, hay menos rebusqué y vos sabes que si todos piensan igual, a esa gente nadie la ayuda.

               –¿y si te coge la policía y te chanta tu comparendo? ¡Después, no vengas acá llorando que te toca pagar “la multa de las empanadas”! –como ese pobre viejito que le pusieron una multa por vender empanaditas en la calle–.

 Al rato, mi esposa me dijo:

                –¿Ya sabe qué alguien tiene la cura?

               –¿Cómo así? 

               –Si, un tal jeque árabe la tiene, yo creo que él diseñó el mal y la cura a la vez y bueno, ya te imaginarás… La gente rica ¿qué es lo que más quiere? – Me preguntó.

              –¡Pues más dinero! ­–Le dije.

              –Si. pero también exterminar medio mundo para que el dinero no se vaya en los pobres, como nosotros.

Esa declaración me dio escalofrió…

              –Ummm no se´ –dije entre dientes.

 Esa noche me quede pensando si realmente ya había una cura y tanta gente carcomida por ese mal.

 A la mañana siguiente, me llamó el Chamo, mi mejor amigo del barrio.

             –Me convocó: –pana, ya estamos trabajando con doña Patricia… ¡Lo necesitamos!

             –Déjame cuadro unas cosas y “les caigo”, le susurré en voz baja.

Entre “chocholeos”, y caricias, le dije a mi amor:

             –Te tengo una propuesta.

             –¡Que no sea nada de salir a la calle! –respondió con clarividencia.

             –Pérate un momentico, déjame te cuento la idea. Anoche, encontré una forma de cuidarme del mal. Además, no voy a estar más de dos horas fuera.      

Seguí recitando varias medidas que había planeado. Ella sabía que no me rendiría, al final aceptó, advirtiéndome:

            –¡Pero nos tienes que traer algo rico de afuera… ¡y ya sabes…!

El primer viaje lo hicimos a la invasión, varios vecinos habían donado pacas de arroz, fríjoles, azúcar y hasta unas menudencias. ¡Bendita solidaridad! La primera casa era de una viejita, doña Eduviges quien nos pagó de una: con un Dios le pague y sus ojos humedecidos de gratitud. Henchidos del corazón proseguimos, siete casitas más de triple y lata que en fila bordeaban un montículo de roca antes de llegar al río Aguacatal.

 La labor fue perfecta, en menos de dos horas estaba en casa, bañándome y dejando atrás mi traje.

 Al caer la noche, mi esposa me comentó: Ahora sí, ya descubrieron la cura

             –¿Sí?, que bien, ¿cuál es?

             –Dicen que, en la biblia, que debe estar en todas las casas, se encuentra un pelo entre las hojas. Este se debe coger y hervirlo, sin nada más. Te tomas el agua y Dios te ha curado: ¡tienes la salvación!

             –Pero mujer, ¡si aquí somos ateos! No hay una sola biblia en esta casa: ¡estamos condenados!

             –Así es, tú lo has dicho…

 

Al día siguiente, en otro asentamiento de la parte alta de Patio Bonito llevamos comidas preparadas para unos viejitos y unas madres solteras con sus hijos. Los niños y niñas en la calle, como si nada pasara, nos recibieron y comían en la puerta de sus casas. No había comedor, eso era lo de menos.

 En la noche, con los compas y lideresas, creamos un grupo de Facebook para subir videos y solicitar apoyo. Frente a la casa de doña Patricia teníamos el fogón con todo, el Chamo nos traía la leña y llevaba la comida para él y su vieja.

 Mi esposa me llamó e insistió:

              –ponele un fin al tema.  No te podés quedar pá siempre. Entre más días estés, te podés contagiar del mal… pensá en nosotras.

Esas frases me calaron y decidí, solo quedarme un día más.

 Fuimos a una cuadra de mi casa, por atrás, bajando la loma hacía el río Aguacatal, no conocía el sector.

               –¡Cómo había crecido el barrio! -pensaba-. En esa zona, un niño pequeño, de una casucha, nos recibió el mercado, al rato salió una mujer enojada y nos dijo:

               –¡yo no soy cualquiera para que vengan a darme comida de segunda!

Y nos tiró el mercado. Me dolió en el corazón; sin embargo, seguimos y varias casas más adelante todos recibieron.

 Llegue a la noche y mi familia no estaba, me habían abandonado. ¿O yo las habías abandonado a ellas? Maldije mi suerte e intenté por todos los medios localizarlas, no fue posible.

 

Al siguiente día, Patricia y el Chamo me rogaron que les ayudará, había varias familias sin comida desde hace varios días.  No pude negarme, solo dos horas y me voy a buscar a mi familia, pensaba. Me dispuse a ayudar; pero me esperaban las situaciones más extrañas que jamás había vivido: Antes de salir de la casa, la chapa se dañó y tardé una hora en abrir, como si algo o alguien no quisiera que saliera.

 Los compas me esperaban. Rápidamente empezamos a cargar la comida, en el “pichi” un Spring, que con una escupa andaba. Subimos al sector los lotes junto al Centro Cultural y dejamos algunos mercados. Al rato, un pinchazo.

              – ¡La madre que estoy “curao”! –exclamé.

Rápido me des-pinché y comimos pan con salchichón y agua de panela, recogimos más mercados y salimos a hacer el recorrido con la guía de un mapita que me habían hecho, porque dicen que si no te sabes ubicar terminas perdido en los bosques del Saladito.

 Cuarenta viejitos teníamos en lista, varios no nos contestaron, nos pareció extraño, seguimos y nos quedaron diez cajas de comida, cuando bajamos por una de las calles junto a la cancha de fútbol había un grupo de gente reunida.

                –¡Qué es está pendejada! –dije en voz alta–.

 Una vecina había convocado a los viejitos en círculo de oración, disque para elevar plegarias en contra del demonio. Cuando llegamos decía:

             –Así reza en las Santas Escrituras: “…que en el apocalipsis se levantará reino contra reino, habrá cataclismos y un ser de mal, invisible a los ojos del hombre, irá de casa en casa exterminando a los impíos…”

 Paramos la cosa y les pedimos que volvieran a sus casas. Volvimos donde doña Marta para ayudar a lavar los trastes. Ya me sentía cansado.  Hice una pequeña meditación en mi mente: Nam Myoho Rengue Kyo, que me había enseñado un amigo budista para momentos de crisis.

En el barrio me movía como pez en el agua, pero salir a la ciudad era imposible, mi pico y placa no correspondía. Además, mis amigos y familiares decían no haber visto mi familia. Mi esposa no contestaba el celular; fue cuando vi que mi hija subió una foto en Instagram, estaban en el hospital. Todo mi mundo se vino encima, declarando lo peor. Le escribí: hija, ¿cómo están? ¿por qué están allá? No me contestaba.

 

Intentando comunicarme, salía en las noticias que se veían en la tienda de la esquina, que había salido la cura.

              –¿Quiénes? ¿Dónde? –pensé emocionado.

Decían que la descubrieron en Cuba y sí funciona. Esos cubanos “son de la madre”, pensé. 

               –Y… ¿Cuándo la traen a Colombia? Les pregunte a unos vecinos.

              –Disque el alcalde la está gestionando porque estudió allá, pero parece que el presidente no va a dejar porque la va a repartir Maduro.  –dijeron.

              –¡No seamos tan pendejos! Le dije con exaltación.

 

Como pude, me fui hasta el hospital, me multaron, pero no me importaba. No me dejaron entrar, me decían que el lugar tenía un alto nivel de contagio, que era de máxima peligrosidad.

Me quedé afuera del hospital, entretanto varias familias que se veía no tenían que comer ni a donde ir esperaban afuera, yo me hice con ellas, nos pasamos la noche conversando y con un agua de panela que nos donó una vecina y unos panes que compré con lo poco que me quedaba, hicimos la vigilia y para aprovechar el tiempo les conté mi historia desde el momento en que Patricia tocó la puerta de mi casa, mientras esperaba alguna noticia de mi familia. Algunos enfermeros se hacían en la ventana y escuchaban mi historia.

 

Al siguiente día, salió un médico con varios enfermeros, que como si me conocieran me dijeron:

               –¡Gracias!

Casi sin entender lo que decían, me anticipé:

               –¿Cómo está mi familia? ¿Puedo verlas?

El médico me dijo: 

                –Sí. Ya están mejor. Usted tiene la cura.

                –¿Yo?

                –Si, usted, llevamos años tratando de erradicar el mal del egoísmo y la indiferencia que nos tiene en cuarentena. Y usted nos ha compartido anoche la cura: el principio activo de la solidaridad.