Autor: Rafael Idrovo Espinoza
De pronto la pandemia obligó al planeta a permanecer quieto como un río que detiene su cauce, alza la cabeza entre sus márgenes y puede ver al fin qué sucedió a su alrededor.
Una nueva forma de convivir, trabajar, sentir y mirar encontró camino entre las paredes que hemos visto día a día como un elemento que simplemente está y mantiene el techo de nuestros hogares.
Habitaciones llenas y habitaciones vacías, escaleras, cuadros y grietas fueron las nuevas postales de mi mundo por más de setenta días. Mi madre y yo, a pesar de ser personas muy cercanas, nos tuvimos frente a frente reconociendo en el otro, nuevos límites que fueron expandiéndose y contrayéndose cada día. Ambos, buscando espacios individuales, construyendo nuevas reglas de convivencia, controlando y huyendo de nuestras emociones y conflictos.
Mi madre tiene un dolor en su espalda que la acompaña casi por diecisiete años y se ha vuelto su principal compañía. Manejar ese dolor le lleva horas de terapia en casa cada semana, estas actividades han pasado a mezclarse con su rutina.
Observarla día a día tanto en sus horas más oscuras como las más felices, me ha llevado a comprender que, a pesar de todo, se vuelve a levantar como un gigante que no ha terminado su tarea y que quizá nunca lo haga porque así es ella: la base de la familia.