Está menos bien peinado, menos vigoroso. Se le ve inquieto; después de estar un rato en el balcón se fue para adentro. Pero había escupido una vez en el vacío.
“La Peste”, Albert Camus
Hasta hace poco, el señor Álvaro, hombre mayor de actitud dura, había odiado a los perros del barrio. Cada mañana, al salir del trabajo, muy temprano, se debatía entre hocicos de dientes afilados blandiendo su viejo maletín de cuero marrón. Algunas veces, cuando la disputa era feroz y los canes eran mayores en número, algunos papeles lograban escapar del maletín. Entonces, más furioso de lo cotidianamente conocido. El señor Álvaro se deshacía y ahogaba en groseros improperios que invitaban a un auditorio que, asomado desde sus ventanas y balcones, ya se escandalizaban o ya se reían de aquel hombre en el intento desesperado por evitar que sus documentos lleguen al piso, casi siempre húmedo en otoño e invierno.
Mi padre lo conoció cuando joven. Solía decir que Álvaro había sido un soñador, un utopista, anhelante de una mejor versión del mundo, de la sociedad.
- Pero cuando le tocó trabajar para mantener a su primer hijo -concluía mi padre-, supo que el mundo no era como lo pensaba.
No era el más viejo del barrio, antes que él estaban los abuelos Gómez, pareja de ancianos que vivían de la pensión del gobierno y la periódica caridad de sus cinco hijos; la vieja Rosa, que cada día era paseada en silla de ruedas hasta el parque y expuesta a los avatares caprichosos del clima; y Don Julián, el viejo de la ventana, como lo conocíamos (porque era la única forma en que se dejaba ver). Pero Álvaro, el no tan viejo Álvaro, era el único de una generación en edad de la jubilación que se mantenía trabajando. Era personal administrativo en una universidad desde hace 38 años.
Cuando comenzó la cuarentena, ésta que aún nos mantiene separados, las labores de Álvaro fueron suspendidas, como las de muchos en el barrio, incluidas las mías. De pronto ya no hubo ladridos por las mañanas, ya no hubo papeles, no hubo improperios ni risas o gestos de asombro e incomodidad. Al instante supe que perderíamos más que solo actividades. Estaba en juego nuestra esencia.
Las primeras semanas, quizá las más fáciles, esos detalles lograban pasar desapercibidos.
Las ausencias eran leves olvidos, a veces gratos, porque ayudaban a concretar la idea, efímera, de la ruptura de lo cotidiano. Pronto las ausencias recobraron su lugar, reclamando nuestra memoria, pero no estábamos listos para enfrentarlas.
Álvaro, arisco y gruñón, permaneció encerrado en su vivienda el primer mes. Eventualmente, dos veces por semana, se veía a su hija Delia, salir para hacer las compras familiares. Álvaro era viudo. Edelmira, su esposa, había fallecido 7 años atrás, de algún tipo de cáncer contra el que no pudo luchar. Tras su muerte, mi padre auguró la de Álvaro.
- O por lo menos se dejaría al abandono -agregaba.
Por terquedad, o quizá por sobrevivencia psicológica, Álvaro se mantuvo trabajando. Pero ahora, obligado a prescindir de sus funciones, ¿Qué sería de él? De vez en cuando, en el transcurso de marzo y la primera mitad de abril, se le vio asomarse a su ventana, en el segundo piso de su casa, como buscando algo. Emitía un ligero silbido, con evidente intención de no ser descubierto y entonces los perros, reunidos en la esquina, corrían hasta la fachada de su casa a ladrarle a la ventana vacía, con las cortinas oscilantes.
Un día del segundo mes, de pronto, el asomo se convirtió en estadía prolongada. Álvaro, apoyado en la cornisa de su ventana, empezó a ladrar a los perros mientras estos, ya furiosos, ya juguetones, le respondían hasta la desesperación. Poco a poco, Álvaro fue cambiando su actitud de enfrentamiento hacia una más calmada y pacífica. Los ladridos, afónicos y a veces salvajes, se convirtieron en palabras, en diálogo, luego en sonidos que demostraban sensibilidad, hasta que terminaron siendo muestras exageradas de cariño. Cada día, desde las dos de la tarde hasta las cinco o seis, Álvaro, desde su ventana, llamaba a los perros con un chasquido, al que estos respondían de forma inmediata, y les arrojaba trozos de carne, galletas para perro y restos de comida. El festín diario atrajo más perros a la fachada del hombre que alguna vez había hecho sangrar el hocico de un perro de una sola patada.
Esta amistad, tardía, duró apenas tres semanas. El 7 de mayo, una ambulancia hacia su ingreso al barrio por primera vez, y se estacionaba frente a la casa de Álvaro. Aquella tarde, los perros esperaron sentados juntos al vehículo, que tardó cerca de una hora; pero su espera fue en vano. Álvaro y Delia dieron positivo al COVID-19, aunque asintomáticos, según dijeron. Tenía que proceder la cuarentena restrictiva de los infectados.
Cada día, uno de sus hijos dejaba en la puerta de la casa dos desayunos por mañana, almuerzos por la tarde, y cenas por la noche. Delia se asomaba a recogerlos, y luego desaparecía. Cada día, los perros, siete de ellos, esperaban bajo la ventana, ladrando, aullando. A cuatro días de haber iniciado la cuarentena obligatoria, Álvaro moría por una complicación respiratoria que no pudo ser atendida a tiempo.
- Que en paz descanses, Albaricoque -dijo mi padre, mientras veíamos salir el cajón hacia la carroza fúnebre, después de largas horas de espera y protocolos de seguridad sanitaria.
Los perros esperaban también, el escenario se armaba por última vez para Álvaro el gruñón, pero esta vez no había risas, no había expresiones de asombro ofendido, solo miradas de compasión cuya incomprensión era evidente, falsas lágrimas que se derramaban por el suceso mismo de la muerte, siempre terrible, mas no por el individuo que la sufría, para siempre.
Me gusta pensar que Álvaro encontró aquello que por lo que su juventud luchó, ese mundo distinto, esa tranquilidad de saberse conectado con todo, sin estar necesariamente cerca de nadie. Me gusta creer que, libre de las ataduras que durante tantos años creyó inamovibles y necesarias, pudo finalmente ignorar la frustración y la decepción que el mundo le brindaba como victorias envidiables. Entendí que su amargura no era propia, no era parte de él, sino un efecto deforme de la vida que le había tocado. Cada cosa, cada detalle de su derrota, que era considerada una victoria por el resto de los mortales, para él, era símbolo de dicha represión silenciosa, la consideración amarga del prisionero que se sabe para siempre encerrado en la nada.
Ahora, el ruido de su ausencia llama a los perros desde su ventana vacía, así como nos reúne a nosotros, su auditorio, para presenciar un espectáculo que ahora, convertido en una pérdida irreparable, nos conmueve.
Autor: Luis Felipe Valle