Autora: Paulina Escobar
Llegar sana y salva a casa después de dos meses y en medio de una pandemia que confinó al mundo entero ha sido lo mejor de la cuarentena. Salí de viaje con la expectativa de participar en actividades académicas fuera del país y regresar en tres semanas, pero al llegar a mi destino, el confinamiento me obligó a pasar a 9.000 kilómetros de mi casa, en otro continente. Y, así como fue abrupta la cancelación de vuelos, el cierre de fronteras, así de abrupto fue mi regreso. En todo este tiempo, vi de cerca cómo el virus visibilizaba derechos de grupos siempre ignorados, convertía a las máscaras en el bien más preciado y, aun en “el primer mundo”, dejaba a las personas y a los países sin capacidad de reacción.
Un virus invisible que visibilizó el abandono
La crisis sanitaria puso al descubierto un sistema de salud también en crisis, un sistema hospitalario frágil en muchos países del mundo. Lo irónico es que, desde finales de 2019, aquí en Francia (donde el virus me confinó desde inicios de marzo), los trabajadores de la salud se manifestaban para exigir al gobierno insumos, personal especializado y presupuesto para investigación relacionada al Coronavirus.
Con la pandemia, las peticiones se multiplicaron. El gobierno anunciaba un bono para médicos y enfermeras, pero ellos solo querían mejores condiciones laborales y salarios acordes al valor que ahora adquirían los diferentes oficios hospitalarios.
Pero mientras las peticiones se convertían en un clamor, la muerte se convirtió en una rutina. “Era una rutina desgarradora. Las camas de los que se iban (los fallecidos) solo permanecían vacías una hora…”, me contaría en mayo, Clarence Vian, enfermera de reanimación en uno de los hospitales de París, al recordar la primera ola de contagios. Recordó también cuando en su unidad tuvieron a su primer paciente recuperado y sin intubación. Estaban felices. “Empezó a hablar con nosotros, iba cada vez mejor. Después de 15 días así, lo trasladamos a un servicio normal. Al día siguiente murió de embolia pulmonar”.
¿Por qué algunos mueren y otros no?, se preguntaba Clarence, pero no había tiempo para abstraerse. Después la situación sería peor. Con una experiencia de 18 años, 10 de ellos reanimación, siempre ha estado entre la vida y la muerte, pero esta vez fue diferente. Los médicos intentaban un tratamiento que funcionaba, pero al día siguiente ya no. No era fácil. Lo más duro ocurrió a finales de marzo y principios de abril. “Estábamos saturados, no había espacio en ningún hospital de París y desgraciadamente se tuvo que hacer una selección: muchos mayores de 70 años que no tuvieron cama, murieron sin atención. Fue duro”.
Ocurrió lo mismo en muchas casas de retiro para ancianos. Si los casos eran complicados, se les suministraba en perfusión sustancias para que puedan morir tranquilos, casi sin darse cuenta. Fueron quizás el grupo más afectado. Cuando se transparentaron los datos oficiales de los asilos, la cifra de muertes subió de 8.000 a 12.000 casos; en mayo llegaría a 9.000 de un total de 26.000 decesos.
Los ancianos que viven en asilos pertenecen a un grupo vulnerable, que aún en “tiempos normales”, pasan sus últimos días de vida lejos de sus hijos y sus nietos. En Francia existen alrededor de 7.200 asilos entre donde residen más de 600.000 personas, algunas con más dependencia médica que otras. Y aunque muchas residencias son amplias y cómodas, la soledad no entiende de comodidades ni lujos. Aún antes del virus ya sabían lo que significa el aislamiento; la crisis sanitaria los aisló aún más.
Las máscaras y su valor más allá del precio
En medio de la cotidianidad a la que me acostumbraba, los noticieros de televisión transmitían un día la llegada a territorio francés de cargamentos de máscaras desde China. Eran imágenes que en otro contexto podrían corresponder a la custodia de armas en plena guerra, solo que ahora se trataba de una “guerra contra un enemigo invisible” …
Era finales de marzo, cuando los casos de contagio ya no se sumaban de 100 en 100, sino que pasaban de 4.000 a 9.000 y luego a 12.000… En la radio se escuchaba a enfermeras que con la voz quebrada pedían a la gente no salir de casa y rogaban al gobierno por lo más básico: máscaras de protección. Eran testimonios desde Lille, Estrasburgo, Touluse, Lyon…diferentes ciudades del país, aunque después ya no sería solo por las máscaras, sino para denunciar injusticias. En más de una casa de retiro para ancianos, varias enfermeras habían sido despedidas por pedir máscaras, algunas incluso fueron sacadas por la policía.
En las redes sociales, especialmente en Twitter, las enfermeras compartían fotos y videos donde se las veía agotadas y vistiendo improvisadas protecciones, como máscaras de tela simple y trajes hechos de fundas de basura. Mientras, el discurso oficial anunciaba la importación de 36 millones de máscaras quirúrgicas para abastecer la demanda. Las autoridades también advertían que las máscaras no estarían disponibles ni en farmacias ni en supermercados ni en pequeñas tiendas o quioscos conocidos como bureaux de tabac. Solo se destinarían a los hospitales…
Pero, con el paso de los días surgió un mercado negro en algunos bureaux de tabac de París donde las máscaras se vendían a 10 euros, hasta que fueron descubiertos por la policía. Por otro lado, a finales de abril, cuando ya se hablaba de un desconfinamiento, algunos municipios anticipaban una demanda penal contra en Estado porque mientras en los hospitales persistía la escasez de máscaras, algunos supermercados ya las tenían en sus perchas.
Así, frente a la necesidad, surgió la creatividad. En las calles se veía gente con máscaras de tela. Tutoriales para hacerlas en casa, en máquina de coser o a mano, se multiplicaban en las redes sociales. Poco a poco la iniciativa se extendió a la fabricación de trajes para personal médico y ahí algunos hospitales lideraron la iniciativa. En la ciudad Dijon (este del país) el hospital convocó a costureras voluntarias para fabricar 10.000 trajes, otorgándoles el material y los patrones; al final del primer llamado, el hospital recibió 14.000 trajes. Fue un trabajo de hormiga, un trabajo que unió a amigos y vecinos. Las máscaras se habían convertido en el bien más preciado.
Mi regreso
Es temprano en París cuando la gran estatua de Mariana en la plaza de la República recibe los primeros rayos de sol. Su figura es un emblema nacional y está en monedas, estampillas y en toda comunicación oficial. Yo la miro desde el bus que me conduce a una de las estaciones de trenes de París, para tomar el tren que me llevará al aeropuerto.
Desde el bus también se escucha a un músico que toca en su guitarra eléctrica un rock de los ochenta. Se lo escucha con facilidad porque el bullicio de París se ha reducido al paso esporádico de uno que otro bus, de gente que sale a trotar. Es una ciudad que también visibiliza a mendigos como los de la calle Voltaire, por donde pasé antes de tomar el bus. Instalados al pie de un edificio, tienen cartones y comida que comparten. Aprovechan el semáforo en rojo, para pedir comida a cada conductor.
Son escenas que conmueven, pero que no detienen el día a día de nadie. En mi caso, mientras continúo mi camino, recuerdo que antes de venir, nada había calzado tan bien para el viaje: las fechas, el trabajo, los permisos… pero, al llegar, aun con la diferencia horaria en la cabeza, ¡bum! El mundo se detuvo de un frenazo a raya. Imaginaba el ruido del freno y después, el silencio.
Vi hacia atrás lo logrado, pero de a poco, veía con más claridad hacia adelante. Ahora pensaba en el tiempo que por dedicarlo a estudiar le había robado a mi familia y quería recuperarlo. Todo ese tiempo aquí sentí una mezcla de angustia, por no saber hasta cuándo estaría acá, y también de ilusión, por volver a verlos. Eso mantuvo mi esperanza. Mientras acá se cerraban las fronteras con los países no europeos y en Ecuador con todo el mundo, el sueño del doctorado ya no me quitaba el sueño. Sí, estaba donde había ansiado llegar, pero no estaba donde debía estar.
Un día me llegó al WhatsApp un mensaje del consulado del Ecuador en París que decía “Piensa que quedarte en casa es momentáneo” … y ¿cómo me quedaba en casa si no estaba en casa? ¡En fin! La noticia que de ellos esperaba llegó después cuando menos lo esperaba: un vuelo comercial que tenía autorización para ingresar a Quito. Maletas, boletos de tren, pasaje de avión a mano y rumbo a Ecuador. Instalada en mi asiento, solo quería darle gracias a la vida, mirándole a los ojos. Me sentía como una niña, sorprendida viendo el contraste del azul del cielo, el blanco de las nubes y el turquesa del mar y lo vivía como un gran momento. Me despedía de Francia ya no con la incertidumbre de saber si volveré o no, sino con la satisfacción de cumplir lo que estuvo a mi alcance y de aceptar lo que no. Estoy lista para el siguiente capítulo de mi vida, sin tanta planificación; valorando lo que tengo porque, con salud y familia, es sin duda una fortuna.